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El pasado 11 de mayo, una/uno de nuestras/os
visitantes nos escribió un mensaje "Anónimo" (
por favor, poned vuestros nombres, nos gusta saber quién nos escribe) solicitando el
Capítulo 8 del libro "Porque eres mi amiga" de Ana Pomares.
Pues bien, hemos pedido permiso a la autora y la editorial,
Prósopon Editores, y nos permiten escribir un
extracto de ese capítulo, puesto que ya nos autorizaron para escribir en este blog el Capítulo 9 en el mes de marzo. Esperamos que os guste.
Porque eres mi amiga
Prósopon Editores
Capítulo 8. Bienvenida a la realidad
Un poco más tarde se fueron al campo de los abuelos de Susana, que estaba alrededor de una hora de camino de la ciudad. Cuando llegaron al campo, Nicoleta y Susana se quedaron hablando en el jardín hasta la hora de cenar.
Nicoleta no sabía aún por qué la madre de su amiga le había dicho que la estaba ayudando mucho, pero si su amiga se encontraba mal, cosa que estaba bastante claro, pensaba que aún podría ayudarla más. Tenía una ligera idea del problema que sufría Susana, al igual que sabía que aquel desmayo no había sido una simple bajada de tensión.
—¿Sabes qué he pensado? —dijo Nicoleta con una sonrisa algo pícara.
—¿Qué? —contestó su amiga.
—Que si tú no comes yo tampoco.
—¿Qué? Pero ¿por qué? —se extrañó Susana que no sabía qué expresión tenía su cara en ese momento.
—Porque eres mi amiga.
Susana se preguntó en aquel momento muchas cosas, entre ellas, si merecía la pena arriesgarse por una amiga. Ella sabía que no comer estaba mal, y que había muchos niños muriendo en el mundo por esa falta de alimentación que ella despreciaba a cada instante. Pero también sabía que si no era perfecta no había más remedio que dejar de comer, y si quería llegar a serlo, debía engañar a cualquier persona que se interpusiese en su lucha por la perfección.
—¡No lo entiendes! —dijo Susana levantándose del banco y entrando en casa porque su abuela la había llamado para cenar.
Por la noche, Susana salió con su abuela al jardín y llamó a Nicoleta. Así, mientras su abuela paseaba, ellas se sentaron en un banco de piedra que había al lado de uno de los árboles.
Nicoleta no se había quedado contenta con la conversación que habían mantenido antes, y estaba dispuesta a hacer cambiar la opinión de su amiga.
—Susana, ¿por qué estás así? —le preguntó Nicoleta.
—¿Así cómo? —contestó Susana sin querer entender lo que su amiga le había preguntado.
—Pues así, así de delgada…—dijo Nicoleta sin atreverse a añadir nada más, porque no quería herir a su amiga sentimentalmente.
—Porque está obsesionada —murmuró Marta mientras paseaba por el jardín.
—No es eso —dijo Susana con un tono cortante al escuchar a su abuela.
—Mira, el caso es que ella no quería comer porque se veía muy gorda —dijo la abuela, a la vez que llegaba adonde estaban sentadas las niñas, sin dejar que Susana hablase—. Y al final, ha enfermado y no se quiere dar cuenta.
—¡No estoy enferma! —gritó Susana exaltada e indignada por la visión que su abuela estaba propiciando a Nicoleta acerca de ella.
—¿Gorda? —dijo Nicoleta sin hacer caso al grito que había dado su amiga, pensando por un momento que le estaban gastando una broma—. Pero si eres un palo con ojos.
—Tienes mucha razón —dijo Marta riendo mientras se alejaba hacia la casa—. Un palo con ojos... Qué ocurrencia.
—Mi abuela tampoco lo entiende. Nadie lo entiende —dijo muy seria Susana—. La comida es basura. Es algo que utiliza mi cuerpo para hacerme daño. No entiendo a la gente que es feliz comiendo, no puedo entender por qué no queréis ser perfectos.
—Susana, la perfección no existe —dijo Nicoleta poniéndose seria por primera vez desde que se conocían.
—Sí existe. Las gimnastas tienen cuerpos perfectos. Las modelos tienen cuerpos perfectos. Las bailarinas tienen cuerpos perfectos. Y en las revistas no ves ni un sólo gramo de más en ninguna mujer. ¿Por qué yo no puedo ser así? —dijo Susana que por primera vez hablaba de ese tema con plena sinceridad—. ¿Has oído hablar alguna vez del Altar a Mía? ¿O de la Diosa de Porcelana?
—No, pero suena muy raro —reconoció Nicoleta que comenzaba a asustarse por la reacción de su amiga.
—No es raro —contestó Susana alterada—. Es el único sitio donde me entienden. Son foros donde puedo compartir lo que siento hacia la comida, que es poco menos que repugnancia. Ahí todas pensamos igual, y nos animamos a seguir adelante con nuestra lucha por la perfección. Es una lucha contra la comida. Pero no son sólo páginas de Internet. El Altar a Mía es lo que todas nosotras, las Anas, haríamos. Es el camino que todas queremos seguir para llegar a ser princesas, auténticas princesas. Y la Diosa de Porcelana es el único lugar donde me encuentro segura después de comer.
Nicoleta no sabía qué decir. Sabía que su amiga se encontraba en una situación crítica, pero no creía que pudiera llegar a decir todo lo que había dicho.
—¿Anas? ¿Qué significa? ¿No es un nombre de chica? —preguntó Nicoleta cada vez más asombrada.
—Anas somos las que tenemos anorexia. Y Mías las que tienen bulimia.
—Entonces, en todos esos sitios que has dicho ¿piensan como tú?
—Sí, es todo pro-Ana y Mía —intentó concluir Susana, pero percatándose que realmente su amiga no la entendía prosiguió su explicación—. Es sólo un estilo de vida. Antes no quería aceptarlo, pero ya me da igual. Sé que nadie puede hacer nada por mí, ni quiero que lo hagan. Esta es mi lucha, y es sólo mía.
Susana provocó un intenso e inquietante momento de silencio. Su corazón había comenzado a latir muy deprisa y se sentía insegura. Nunca le había hablado a nadie de Ana ni de Mía, y mucho menos, había comentado lo de la Diosa de Porcelana, o al menos, no con ese nombre. Se daba cuenta que su reacción ante ese tema no estaba siendo normal, pero no podía comportarse de otra manera.
—¿Ves esta pulsera? —dijo Susana señalando una cinta roja que llevaba en la mano izquierda—. No la llevo porque quede bonita o porque me pegue con la ropa. La llevo porque así nos identificamos nosotras, las Anas.
—Sabes —dijo Nicoleta con cierta inseguridad por lo que iba a decir—, creo que todo esto se lo deberías decir a tus padres.
—Ni hablar, ¿estás loca? ya te he dicho que es mi lucha.
Su amiga la miraba extrañada, con pena e inquietud en su rostro. No entendía cómo una chica como Susana había llegado a despreciar así algo de lo que muchos carecían.
—¿Sabes de qué están hechas las estrellas? —dijo Nicoleta mirando al cielo orgullosa de su idea.
—No —contestó Susana respirando aliviada porque pensaba que su amiga desviaría el tema.
—De helado de fresa. Yo pensaba eso antes, porque en Rumanía no hay helados, bueno, sí que hay, pero no me los podían comprar —añadió Nicoleta—. Y por eso no me quedaba más remedio que imaginar que el helado estaba en las estrellas y como están tan lejos no lo conseguiría nunca —hizo una pausa con la intención de hacer reflexionar a su amiga y continuó —Yo en tu lugar comería, tu familia te quiere mucho y no soportará que te tengan que ingresar otra vez en el hospital por una idea estúpida. Tienes todo lo que te gusta... ¿Qué más quieres?
—Sabes Nicol, ¿te puedo llamar así? Suena bonito —dijo Susana sonriendo.
—Claro.
—Pues Nicol, razón no te falta. Pero si tú fueras una foca como lo soy yo, no te plantearías el hecho de comer. Simplemente no lo harías.
—Claro que lo haría, y sería una foca feliz —dijo Nicoleta produciendo la risa de su amiga—. Además si tú eres una foca no sé qué seré yo.
—¿De verdad no me ves gorda? ¿Pero es que estáis todos ciegos? —se extrañó Susana.
—Creo que la ciega eres tú —contestó Nicoleta haciendo que su amiga se sorprendiera ante su contestación.
Susana sabía que su familia, así como su amiga, se interesaban por su estado, pero ella no era capaz de entender esta preocupación. Ella únicamente intentaba llegar a tocar la perfección, y si era posible, a conseguirla porque así, y sólo así, sería feliz. Pero si nadie lo comprendía, ella no tenía la culpa.
—Oye —dijo Susana rompiendo el silencio—. Siento haberme puesto tan nerviosa. Sé que sólo te preocupas por mí.
—No pasa nada —respondió Nicoleta que agradecía esas palabras— Pero quiero que me dejes ayudarte.
—¿Por qué?
—Ya te lo he dicho antes. Porque eres mi amiga.
Susana la miró muy seria. En el fondo, y muy a su pesar, agradecía que alguien la incitara a hablar de aquello que la iba matando poco a poco. En ocasiones se sentía tan sola, tan desamparada y tan encerrada en sí misma, que no tenía ganas de nada y le gustaría desaparecer, evadirse de esa estúpida realidad que la envolvía y la dañaba constantemente. Cuando caía en ese pozo oscuro y sin fondo, no veía a nadie a su lado, nadie que le cogiera de la mano, nadie que le ayudara cuando se encontraba atrapada. Pero entonces, quizás cuando más lo necesitaba, encontró a Nicoleta. Esa niña que sabía lo que era pasar necesidad, y que sabía lo que era tener problemas reales, era la única que la había cogido de la mano y no estaba dispuesta a soltarla. Pero aunque Susana no quería verlo, en el fondo, sabía que no era la única persona que se preocupaba por ella. Su familia siempre estaba a su lado.
—Escucha, ¿qué significa “da"? —preguntó Susana tras un breve instante de silencio, queriendo de nuevo salirse por la tangente.
—“Sí”, ¿por qué? —preguntó Nicoleta extrañada por el cambio de humor que había tenido Susana.
—Porque cuando nos conocimos te escuché decirlo y no sabía qué significaba. Me gusta saber lo que dicen los demás.
—A mí también me pasa eso —apuntó Nicoleta—. Al principio, cuando vine a tu país me daba miedo lo que pudiera decir la gente, porque pensaba que cuando hablaban decían cosas sobre mí, no cosas buenas, claro. Supongo que siempre nos da miedo lo que no conocemos. ¿Quieres que te enseñe alguna palabra en rumano? —preguntó Nicoleta.
—Claro, me encantaría. Vamos a empezar ahora.
Susana dio un salto y entró corriendo en su casa para coger una libreta, la misma donde tenía apuntados los nombres de los amigos de Nicoleta. Como si fuera una periodista que iba a hacer una entrevista, abrió la libreta y escribió las palabras que le quería preguntar, dejando al lado un espacio para escribirlas en rumano. Cuando llegó junto a Nicoleta respiró hondo y se quedó muy quieta. Sintió que comenzaba a marearse pero esta vez no estaba dispuesta a volver a desmayarse y asustar a su amiga, por lo que se sentó en el banco y con una sonrisa, para que Nicoleta no se percatara de lo que pasaba, comenzó a preguntar:
—¿Cómo se dice “hola”?
—Salut.
—¿Cómo se dice “erizo”?
—¿Erizo? —se extrañó la niña— ¿De verdad es importante esa palabra para ti?
—No es que sea importante, es sólo curiosidad. Además me gustan los animales y me parece que el erizo es un incomprendido —apuntó Susana—. Tiene mala fama porque pincha, cuando en realidad, lo único que hace es defenderse.
—Supongo que tienes razón —dijo Nicoleta—. Se dice Arich.
Susana escribió al lado de "erizo" la palabra que le había dicho Nicoleta, aunque esta tuvo que revisarlo porque no sabía si estaba bien escrito. Así, poco a poco, la niña fue apuntando palabras como perro, mosquito, murciélago, luna, estrella y un largo etcétera que les llevó toda la noche. Susana lo hubiera querido aprender todo en ese momento, pero se pasó el tiempo tan deprisa que no se dieron cuenta que ya era hora de ir a dormir.
La madre de Nicoleta se asomó a la puerta de su casa para decirle a su hija que ya era hora de acostarse. Al día siguiente, muy temprano, debían ir a la ciudad para intentar arreglar unas cosas, por lo que debía descansar. Así que quedaron en verse la tarde siguiente.
Aunque a última hora, Susana hubiera desviado el tema hacia algo que fingía interesarle más, no había dejado de pensar en cada una de las palabras de Nicoleta.
La niña se tumbó en su cama reflexionando sobre lo que le había dicho su amiga acerca de las estrellas. Nicoleta tenía razón. No sabía aprovechar lo que tenía al alcance de la mano. Sin embargo, su amiga, había tenido que conformarse con saber que el helado existía e imaginar que se encontraba en las estrellas, mientras ella lo podía tomar cada vez que quisiera, sin importar mucho la época del año en que se encontrara. Pensó que, tal vez, la preocupación de sus padres no era ninguna manía especial que tenían hacia ella, sino que realmente se encontraban angustiados al ver que su hija no quería comer por una obsesión sin sentido. Quizás no tenía sentido intentar ser perfecta.
—Nadie dijo que fuera fácil llegar a ser una princesa —murmuró Susana para sí misma recordando las palabras que alguien desconocido le escribió en su página personal, una vez para animarla.
¿Y si toda esa gente que le regalaba palabras de aliento, realmente no le preocupaba su estado? Quizás, todo aquello no era más que un mal juego que había nacido de su interior y la había arrastrado hasta el engaño, la desconfianza y la falsedad.
Se levantó de la cama y fue al aseo. Esta vez no adoraría a su diosa de porcelana, ni se pesaría para comprobar que su peso había bajado con relación a la vez anterior. Esta vez sólo quería mirarse al espejo. Y al hacerlo, no pudo evitar llorar. Allí no estaba esa chica de pelo liso y oscuro, con piel blanca y fina y ojos marrones que cada vez que se miraba al espejo odiaba un poco más la comida. No. Allí, frente a ella, se encontraba alguien totalmente desconocido. Alguien cuyo peso debía rozar los números rojos. Se acarició la cara y pudo comprobar cuánto sobresalían los pómulos en ella. Se levantó la camiseta del pijama para verse mejor y pasó la mano por su barriga, aunque allí no había nada más que vacío. Luego la pasó por su cadera que se marcaba como nunca lo había hecho, o quizás sí, pero nunca lo había querido ver. Se giró para mirar su espalda, y como temía, se diferenciaba claramente su columna vertebral, de arriba a abajo. Susana se bajó la camiseta y sin dejar de llorar, miró seriamente el espejo. Quizás su vida se encontraba demasiado centrada en aquel cristal que tenía delante. Quizás había olvidado qué era la felicidad y únicamente se fijaba en lo externo. Pero algo en su interior sabía que el físico, la apariencia, la imagen, no era todo lo que había que ver en la vida. Debía aprender a mirar dentro de las personas, como hacía cuando estaba con Nicoleta. Pensó que si tuviera que describir a su amiga, no diría si era delgada o gorda, alta o baja. Diría que era una niña maravillosa, con una sinceridad sin límites, y una dulzura en sus palabras que más de un poeta quisiera tener.
—Cariño ¿qué pasa? —dijo la voz de su abuela desde la puerta del baño haciendo que la niña se volviera hacia ella.
—Estoy enferma.
Y continuó llorando mientras su abuela, en un acto de amor, la abrazó sin mucha fuerza para no hacerle daño.