© Autores LIJeros
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- "La capa del príncipe Rastopoff" de Mercedes Tormo
- "La Plaza del Ladrillo" de María Sierra Varo
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- "Frida" de Esperanza Fabregat
- "La ovación" de Clara Redondo
- "La pastora de caracoles" de Ángela Ruano
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La pastora de caracoles
por Ángela Ruano
Autora de las ilustraciones: María Sierra Varo
Rocío es una niña pequeña, castaña clara, casi rubia, muy inquieta. Se pasa el día cantando y bailando, moviendo la cabeza para que su melena se agite al aire. Le encanta tener el pelo laaaargo, largo.
También le gusta mucho mirar a los caracoles, con su andar ondulante y tranquilo. En el jardín de su casa, después de un día lluvioso, cuando el sol asoma su cara resplandeciente, salen muchos, pero que muchos caracoles. Si ve a alguno solo, se lo lleva y lo pone sobre una hoja de rosal para que coma tranquilo. A veces, hasta les canta:
Caracol, col, col
Saca los cuernos al sol
Que tu padre y tu madre
También los sacó
Su mamá le dice que los caracoles le arruinan el jardín, que se comen todo lo que encuentran a su paso. Pero la niña no la escucha. Pues se queda absorta mirándolos.
Un soleado día de primavera, el gran caracol, el más viejo de la tribu caracolín, salió de su escondrijo, de detrás de unas hojas. Era grande, gordo y muy elegante: caparazón de color marrón con vetas blancas y cuernos-ojos grandes y verdes como la menta.
Llamó insistentemente a Rocío con su peculiar voz:
—¡Rocío, Rocío! ¡¿Puedes venir?!
La niña miraba para todos los lados ¿Quién la llamaba? Su mamá no era. Conocía muy bien la voz de su mamá, esta era un poco gangosa.
—¡Rocío, Rocío!
Dio media vuelta, y allí estaba el viejo y gordo caracol con sus ojoscuernos muy estirados, mirándola. Se agachó la niña, lo cogió del suelo y lo posó dulcemente en la palma de su mano.
—¿Eres tú el que me has llamado? —preguntó Rocío un poco sorprendida.
—¡Pues claro! —le dijo el caracol con voz de enfado—. Llevo una hora llamándote. Debes de estar sorda como una tapia.
—Perdón, perdón, señor caracol. Es la primera vez que escucho su voz.
Por eso no la he reconocido —contestó ella, mirándole con sus enormes ojos azules, abiertos como girasoles.
—Perdonada por esta vez, pero no me gusta esperar cuando llamo.
Rocío estaba sorprendida —«¡qué mal genio tiene este caracol!»,
pensó—. El caracol viejo tenía la misma expresión en la cara que su mamá cuando se enfadaba con ella porque hubiera hecho alguna trastada.
De pronto, dulcificó la voz y dijo a la niña:
—Queremos pedirte un favor muy importante -dijo levantando mucho los ojos- cuernos para verla bien.
—Adelante.
—Pues… Mi tribu y yo estamos más que hartos —al decir esto, se puso el caracol casi de pie, apoyado en su cola— de vivir en este… ¡birrioso jardín! —lo dijo con tanto ímpetu que casi se cae al suelo. La niña le sonrió—. Se nos ha quedado pequeño y queremos ver mundo. Hemos oído que hay lugares maravillosos allá en el bosque de arriba, con grandes árboles, flores, hojas de todo tipo... Tendríamos una vida más larga y, sobre todo, más alegre.
Dedicó a la niña la mejor de sus sonrisas, y luego prosiguió.
—Como presidente de nuestro Consejo, he pensado que tú nos acompañes a buscar un lugar mejor. Voy siendo muy viejo. No duraré mucho tiempo. Y quiero dejar a mi pueblo en un buen lugar, uno que tenga mucha humedad, mucha comida y mucho sol. Bueno, ¿qué te parece la idea?
El gran caracol se movía ahora en círculos sobre la mano, despacito, muy inquieto, esperando la respuesta de la niña.
Rocío se había quedado con la boca abierta ante esa propuesta. Pero se sentía muy orgullosa de que la hubieran escogido a ella precisamente. Tras pensarlo un rato, aceptó.
—De acuerdo. Os buscaré un buen y bonito lugar, lo llamaremos CARACOLANDIA —le dijo al gran caracol.
Además, su madre se pondría muy contenta de no tener a esos bichos en su jardín, pues ya no estropearían más las flores.
Esa noche, Rocío soñó con un montón de cosas para ellos: fuentes para bañarse, parques con columpios… ¡Hasta un gimnasio para que se mantuvieran ágiles, y no tan lentos como ahora! Estaba entusiasmada con la idea. Iban a estar muy orgullosos de ella. Sería «la pastora de caracoles».
—Ahora me tengo que ir a dormir la siesta —le dijo a su nuevo amigo, bostezando.
—Saldremos mañana tempranito. Que estén todos preparados. ¿Vale? —lo depositó sobre el jardín.
—De acuerdo, Rocío. Aquí estaremos —y empezó a dar tales saltos de alegría que casi pierde el equilibrio.
Al día siguiente, Rocío se levantó temprano y se vistió. Cogió su mochila verde, metió en ella algo de comida y una botella de agua, se puso una gorra roja, se echó la mochila a los hombros y tomó una pequeña garrota que le había regalado su abuela. Salió al jardín. Allí estaban esperándola todos los caracoles, en fila de a dos, con sus diminutas mochilas sobre sus caparazones y unas gorras tan rojas como la de ella; estaban muy graciosos. Y se fueron todos juntos en busca de CARACOLANDIA.
© Ángela Ruano
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