Diseño de la cubierta: Santiago Gallego
Cuentos del murciélago goloso
© Autores LIJeros
Índice de cuentos y autores:
- "La indigestión de los buzones" de Raquel Míguez
- "La capa del príncipe Rastopoff" de Mercedes Tormo
- "La Plaza del Ladrillo" de María Sierra Varo
- "Blas, el <<jenio>
> del lumigás" de Isabel Redondo - "El misterio de los cocodrilos invisibles" de Santiago Gallego
- "Frida" de Esperanza Fabregat
- "La ovación" de Clara Redondo
- "La pastora de caracoles" de Ángela Ruano
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"La capa del príncipe Rastopoff"
por Mercedes Tormo
Autora de las ilustraciones: María Sierra Varo
En el lejano y pequeño reino de Istalivach, los inviernos eran muy fríos y los veranos suaves. El anciano rey Justino —muy querido por sus súbditos— había fallecido. El príncipe Rastopoff heredaría la corona. La verdad, comparado con Iván, su hermano menor no era precisamente
generoso.
Las últimas cosechas habían sido muy malas. En las arcas del castillo, apenas quedaba oro. Rastopoff no deseaba dirigir un reino pobre, casi en la ruina. Así que fue en busca del duende Mameluc, que era muy conocido en la región por sus maléficos encantamientos.
—¡Duende Mameluc! —gritó el joven, que se hallaba delante de unas rocas que rodeaban el lago.
Pero nadie contestó. Tan sólo se oyó el piar de algunas aves que sobrevolaron las aguas en busca de peces.
—¡Duende Mameluc! —volvió a gritar el príncipe avaro.
De pronto, entre la espesura del bosque salió sigiloso un gato negro que se detuvo junto a los pies del joven.
—¡Dame un beso! —le dijo el gato, mirando al príncipe con sus ojos color miel. Rastopoff, asustado, dio un salto hacia atrás—. ¡Dame un beso y desharás el hechizo! —repitió.
El joven observó atónito al felino y comprendió que era el duende Mameluc. Entonces, se agachó y lo besó en la cabeza. Al momento se transformó en un duende de cara arrugada y barba blanca. —Sí, sí, soy yo —dijo con voz aguda—. Soy Mameluc. Fui víctima de un hechizo del Hada de la Niebla, porque le robé su capa y no la pudo encontrar. La escondí en lo más profundo de mi cueva.
—¡Oh! —exclamó asombrado el joven—. Yo soy el príncipe Rastopoff. Necesito que me ayudes. Mi padre ha muerto, voy a ser rey de un país pobre y no podré dar festejos ni invitar a las más bellas damas de los alrededores.
—¡Vaya, vaya! —exclamó el duende—. Te propongo un trato: tú tienes reino y poder. Yo, todo el oro del mundo. La capa del Hada de la Niebla transforma en oro todo lo que cubre. ¡Llévame contigo! Haremos una alianza entre tú y yo.
—¡Muy bien! —aceptó de inmediato el príncipe, cegado por la avaricia.
—Espera —dijo el duende, y desapareció en un santiamén por la oquedad de una roca.
Tras unos segundos, el duende regresó con una brillante capa roja entre sus manos y una sonrisa triunfal en sus labios. A continuación, cubrió con la capa unos guijarros que sobresalían por encima del lago. Luego pronunció unas extrañas palabras y, al instante, la retiró. Rastopoff abrió los ojos como platos y admiró el prodigio, pensando en la riqueza que iba a atesorar. Lo que
antes fueron chinarros, ahora eran piedras de oro que relucían bajo el sol del mediodía.
—¡Mira! —exclamó el duende.
—¡Seré rico, seré rico…! —aseguró el príncipe con una enorme carcajada.
—Deseo gobernar contigo el reino de Istalivach. A cambio te daré todo el oro que me pidas.
Rastopoff sonrió y le dio al duende dos palmadas en la espalda en señal de camaradería. Ambos se miraron a los ojos, cómplices, y caminaron juntos hacia la aldea.
Al cabo de unos días, el príncipe fue nombrado rey. Gracias a la capa que poseía el duende, los dos socios vivieron durante años en la opulencia, siendo grandes aliados. El pueblo, sin embargo, estaba descontento porque cada día era más pobre debido a los grandes despilfarros.
Hacía unas semanas que el hermano pequeño de Rastopoff, Iván, había cumplido diecinueve años. Un día salió de paseo en su carruaje, recorriendo los caminos que llevaban hasta el bosque. Una de las ruedas traseras pisó una gran piedra y se partió, de manera que tuvieron que detenerse para reemplazarla. Inesperadamente, se formó una intensa niebla que ocupó toda la
arboleda, dejando a los criados de Iván entre las brumas. Cuando al fin se disipó, apareció una preciosa joven de ojos azules y cabello rubio muy largo.
—¿Quién eres? —preguntó el muchacho, asomando su cabeza llena de rizos azabaches por la ventanilla.
—Me llamo Perla. Necesito ir al reino de Istalivach para cancelar una deuda.
—¡De ahí vengo yo! —aseguró el joven, a la vez que bajó por la escalerilla.
En escasos minutos, los criados terminaron de cambiar la rueda.
—Sube. Te llevaré al castillo, mi hermano mayor es el rey.
Muy cortés, Iván abrió la portezuela y un sirviente la ayudó a subir dentro del elegante carruaje, del que tiraban cuatro corceles blancos. Un mozo agitó las riendas y los caballos se pusieron en marcha.
Cuando llegaron al castillo, Iván, deslumbrado por la belleza de la muchacha, le dijo:
—Me agradaría que ocuparas uno de los dormitorios para los invitados.
—Será un honor —le respondió la joven.
Iván llamó a los criados y les ordenó que preparasen la mejor habitación disponible. Además, mandó que la adornasen con flores recién cortadas del jardín.
Aquella noche, el rey Rastopoff daba una de sus fastuosas fiestas, a la que Perla e Iván fueron invitados. Un soldado del monarca iba presentando a cada uno de los convidados según llegaban. Cuando nombró en alto a Iván y a Perla, el soberano, ataviado con la capa mágica, acudió a darles la bienvenida.
Rastopoff, al fijar sus ojos en los de la chica, quedó seducido por su celeste mirada, y no se apartó de su lado en toda la noche. Por esta razón, Iván anduvo cabizbajo, observándolos desde lejos con cierta tristeza. Se sintió ignorado tanto por su hermano como por la muchacha.
Los invitados bebieron y bailaron hasta la extenuación. Algunos, derrengados, se dejaron caer en las sillas dispuestas por toda la sala. Otros continuaron moviéndose al ritmo de la música hasta el amanecer.
—Estoy agotada —dijo Perla.
—Yo también, descansemos un rato —propuso Rastopoff.
El duende se había pasado gran parte del festejo intentando recordar dónde había visto antes el rostro de la chica, y al ver que abandonaban el baile, se unió a ellos.
—Monarca, les acompaño —dijo, y se colocó al otro lado del rey, quedando Rastopoff entre Perla y Mameluc.
A todo esto, la noche se había vuelto fría. Las paredes del castillo no podían ya detener el fresco que se filtraba a través de los muros.
—¡Qué frío tengo! —exclamó Perla—. ¿Me presta su capa, amable soberano?
—Por supuesto —dijo Rastopoff, quitándose la capa en un santiamén y ofreciéndosela a la joven.
—¡No lo hagas! —gritó el duende, acordándose en ese instante de que Perla era el Hada de la Niebla.
Pero ya era tarde. En un abrir y cerrar de ojos, el hada cubrió con la capa a Rastopoff y a
Mameluc, mientras murmuraba un conjuro que los transformó en brillantes estatuas de oro. Las dos figuras quedaron inmóviles, ante las atónitas miradas de los invitados.
—¡¿Qué has hecho?! —preguntó asustado Iván, que no los había perdido de vista ni un segundo.
—Lo siento —dijo Perla—. Ellos me robaron la capa hace muchos años, y yo en realidad soy un hada: el Hada de la Niebla. Tu hermano era avaro y perverso con su pueblo, por eso tú ahora ocuparás su lugar y serás un soberano bueno, además de generoso, como lo fue vuestro padre.
El hada se echó la capa sobre los hombros y salió volando por uno de los grandes ventanales, dejando a los presentes boquiabiertos. Pero pronto reaccionaron, mostrando su apoyo al nuevo monarca de Istalivach. Semanas más tarde, el joven fue coronado ante el clamor y el júbilo de su pueblo. Y pronto conoció a una bella princesa de un reino cercano. Se casaron y tuvieron muchos hijos, bendecidos por el Hada de la Niebla con la virtud de la generosidad.
© Mercedes Tormo
3 comentarios:
Bueno, pues mi comentario es respecto al excelente proyecto de reactivación que promueven, ojala que tengan suerte y no cesen en su intento, aunque a veces parezca demasiado dificil (experiencia personal en mi país). Saludos
precioso cuento, justo para irse a dormir y seguir soñando con capas que vuelan, niños generosos y hados patosos.
Saludos y adelante: cuenta, cuenta!!
Después de leer el cuento quiero felicitar a su autora porque, además de estar muy bien escrito, me ha dejado un regustillo de añoranza y me he acordado de esos cuentos que me contaban en la niñez.
Felicidades y que surjan iniciativas como esta más a menudo.
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