Reseña:
Charles Darwin es ya un hombre
mundialmente famoso y polémico por su teoría sobre la evolución de las especies
cando, en 1865, decide escribir para sus hijos el relato del viaje que, con 23
años de edad, realizó alrededor del mundo a bordo del Beagle. Un viaje que
cambiará su visión de la naturaleza y le hará comprender que todas las especies
de plantas y animales están relacionadas y tienen un origen común.
Durante cinco años, Darwin
recorrió lugares llenos de contrastes, como la selva tropical de Brasil y la
cordillera de los Andes, la Tierra del Fuego, las islas Galápagos…
De vuelta a su país, con sus
diarios de viaje y las colecciones de animales y plantas reunidas, dedicó más
de veinte años al estudio y a la reflexión sobre los fenómenos naturales antes
de decidirse a publicar Sobre el origen
de las especies (1859).
Su teoría estremeció al mundo
y arrojó nueva luz sobre el origen del hombre. Los 1250 ejemplares de la
primera edición se vendieron el primer día. La batalla entre los creacionistas,
partidarios de la inmutabilidad de las especies, y los evolucionistas no
tardaron en estallar.
El autor:
Vicente Muñoz Puelles (Valencia, 1948) es un polifacético escrito español, autor
de una abundante obra en el campo de la novela erótica e histórica y la
narrativa infantil y juvenil. Formó parte del Consejo Valenciano de Cultura desde
1999 hasta 2018.
Está en posesión, además, de
diversos premios de literatura infantil y juvenil, como el Premio Nacional
Infantil y Juvenil (1999) por Óscar y el león de Correos (Anaya, 1998),
el Premio de Álbum ilustrado Ciudad de Alicante con el libro Sombras de
manos (Anaya, 2002), el Premio Alandar con La foto de Portobello (2004),
el Premio Anaya de Literatura Infantil y Juvenil, con El arca y yo (2004)
y el Premio Libreros de Asturias con La perrona (2006). En 2014 volvió a
ganar el premio Anaya de Literatura Infantil y Juvenil, con La voz del árbol,
que también ganó el Premio Fundación Cuatro Gatos de 2015.
Ha escrito numerosas novelas
juveniles como El tigre de Tasmania (1988), La isla de las sombras
perdidas (1998), ¡Polizón a bordo! (El secreto de Colón) (2005), La
guerra de Amaya (2010), El joven Gulliver (2011), El regreso de
Peter Pan (2011), El rayo azul (Marie Curie, descubridora del radio) (2014),
La velocidad de la luz (El joven Einstein) (2015), El misterio del
cisne (El joven Shakespeare) (2016), La amada inmortal (El joven
Beethoven) (2017), El último manuscrito de Blasco Ibáñez (2017) y La
isla de los libros andantes (2018).
Ha publicado antologías de
cuentos juveniles como Cuentos y leyendas del mar (2013), Cuentos y
leyendas de la tierra (2016) y Cuentos y leyendas de las matemáticas (2017).
Entre sus cuentos infantiles
figuran La constelación del dragón (Generalitat Valenciana, 1987), Los
sueños de Axel (Anaya, 1987), Óscar y el león de Correos (Anaya,
1998), Laura y el ratón (Anaya, 2000), Ricardo y el dinosaurio rojo (Anaya,
2003), El arca y yo (Anaya, 2004), La perrona (Anaya, 2006), Los
animales de la ciudad (Algar, 2006), La rana Rony (Macmillan
infantil y juvenil, 2007), Óscar y el río Amazonas (Anaya, 2009), La
gata que aprendió a escribir (Anaya, 2012), La torre de Babel (Anaya,
2017) y Laura y el oso polar (Anaya, 2017).
Es autor de ediciones
completas del Diario de a bordo,
de Cristóbal Colón (Anaya, 1984), de los Naufragios y Comentarios, de Cabeza de Vaca (Anaya, 1992) y de
Don Quijote de la Mancha,
de Miguel de Cervantes (Anaya, 2005), así como de dos falsas autobiografías: Yo, Colón, descubridor del Paraíso Terrenal,
Almirante de, Virrey y Gobernador de las Indias (Anaya, 1991) y Yo, Goya, primer pintor de la corte española,
defensor de la libertad, grabador de sueños y caprichos (Anaya,
1992).
El
ilustrador:
Federico Delicado
Gallego
nació en Badajoz en 1956. Atraído por el dibujo desde niño, se licenció en
Bellas Artes en la Universidad Complutense de Madrid y comenzó a trabajar en el
mundo de la ilustración en la década de los 70 en una modesta editorial, que
producía material audiovisual.
Además de ilustrar libros infantiles, colabora en diferentes
medios de prensa, como el diario El País o El Correo de Andalucía. Ha
participado en numerosas exposiciones, tanto en España como fuera de ella, de
las que destacamos la Muestra de Ilustradores (Feria del Libro Infantil de
Bolonia), en 1990, la exposición colectiva El
Texto Iluminado. Una
mirada a la ilustración iberoamericana contemporánea (Biblioteca
Nacional, Madrid, 2001, y Fundación Germán Sánchez Ruipérez, Salamanca, 2002) y
Le imagini Della Fantasia,
en la 20ª Mostra Internazionale D’illustrazione per L’infanzia (Sarmede, 2002).
Logró el Premio Emilia Pardo Bazán para literatura no sexista
en 2002 y el segundo premio del Certamen Internacional de Álbum Infantil
Ilustrado Ciudad de Alicante en 2005, con su libro El petirrojo.
Se confiesa un apasionado del arte oriental y de los colores
de la tierra. Afirma que "dibujar es otra forma de lenguaje… Es como
respirar, como hablar con los dedos, como pensar con los ojos".
EL BOSQUE TROPICAL
–¿Tierra
a la vista! –oí gritar.
Pese
al mareo, subí por la escotilla y me quedé mirando una montaña que surgía a lo
lejos.
Era el
Teide. Años antes, en Cambridge, la lectura de un libro del explorador alemán
Alexander von Humboldt me había hecho soñar con visitar Tenerife. Ahora estaba
a punto de conseguirlo. Pero cuando, una hora después, entramos en el Puerto de
Santa Cruz, los ocupantes de una barcaza nos informaron de que una epidemia de
cólera asolaba la isla. Fue una amarga desilusión. Subimos el ancla, que
acabábamos de echar, y reanudamos la travesía. El pico del Teide, coronado de
nieve, parecía más inaccesible a medida que nos alejábamos.
Al sur
de las Canarias, el mar se calmó un poco, y pude empezar mi trabajo de campo.
Me había fabricado con estameña una red de algo más de un metro, sujeta a un
arco semicircular. La coloqué en la popa, y al remolcarla conseguí atrapar
infinidad de peces minúsculos y otros organismos de vivos colores. Viéndolos
brillar y consumirse en cubierta, me intrigó que hubiera tantas formas
distintas y que existiese tanta belleza, sin propósito ni utilidad aparentes.
Echamos
el ancla en Santiago, una de las islas de Cabo Verde, y por primera vez exploré
una isla volcánica. Bajo un sol deslumbrante cantaban pájaros desconocidos, y
nuevos insectos revoloteaban alrededor de flores nunca vistas.
Si
ahora volviese a Santiago, cosa que no haré, encontraría sin vacilar un pequeño
acantilado, coronado por una franja blanca de piedra caliza. Allí, incrustadas
en la piedra, había miles de conchas marinas, como las que yacían en la playa.
Todo
me hacía pensar en Lyell, y en su teoría de los cambios geológicos.
Aquella
franja incrustada de conchas había formado parte, en tiempos muy remotos, del
fondo del océano. En algún momento, la lava derretida del volcán se había
deslizado hasta el fondo y lo había cubierto, dando mayor consistencia a las
conchas. Finalmente, alguna fuerza había levantado el nivel de la costa,
dejando las conchas petrificadas en lo alto del acantilado.
Sentí
tal emoción al leer todo aquello en la pared de piedra, como en un libro, que
pensé incluso en hacerme geólogo. Quién sabe cómo habría reaccionado mi padre
al enterarse.
Zarpamos
de Cabo Verde, donde habíamos permanecido tres semanas, y nos lanzamos a la
inmensidad del mar. El Beagle parecía hecho para aquellas aguas, sobre las que
se deslizaba como un albatros de alas gigantescas.
Cierta
noche, estaba acodado en el borde, bajo el esplendoroso cielo tropical, cuando
Fitzroy se me acercó.
–Me veo obligado a
felicitarle -me dijo, ceremoniosamente.
–Gracias, capitán. Pero
¿por qué?
–He visto que usted ya no se
mareal
Era
cierto. Me había acostumbrado a tener un suelo movedizo bajo mis pies, o quizá,
simplemente, estaba tan ocupado, ordenando e intentando clasificar las
criaturas que caían en mis redes, que había dejado de pensar en el mareo.
Mi
relación con Fitzroy pasaba por muchos altibajos. Seguía tratándome con la
habitual cortesía, pero al fin y a la cabo era el capitán, y no podía hablarle
con familiaridad, como a cualquier otra persona, sin que se irritase y me lo
hiciera notar de algún modo. Solía encontrarse de peor humor a principio de la
mañana, cuando inspeccionaba el barco. Con su ojo de águila era capaz de
detectar la menor imperfección, y de inmediato descargaba su ira. A veces, su
comportamiento parecía bordear la locura. En una ocasión, tropezó con un
marinero y lo mandó azotar en cubierta.
Tampoco
sus silencios eran fáciles de soportar. Con gesto taciturno, permanecía sumido
en sus pensamientos durante horas. Para evitar roces, me acostumbré a pasar el
día en el camarote de popa, donde había más sitio para mi trabajo, y hasta la
hora de dormir no volvía al camarote que compartíamos.
(…)
Por lo demás, todos me querían. Guardo un buen recuerdo, en particular de
Augustus Earle, el dibujante de la expedición, y de uno de los criados, Simms
Covington, a quien enseñé a cazar y a disecar pájaros, y que terminó
convirtiéndose en mi ayudante.
Hicimos
una breve escala en los islotes de San Pablo, un pequeño archipiélago que
servía de refugio a numerosas aves, en su mayoría alcatraces y golondrinas de
mar. Ambas especies estaban tan poco acostumbradas a los visitantes que ni
siquiera se apartaban al vernos.
Mientras
unos marineros las mataban a golpes de porra, para proveer nuestra despensa,
otros se dedicaron a pescar meros desde un bote. Eran peces enormes que mordían
el anzuelo tan pronto caía al agua. De pronto llegó una bandada de tiburones.
Atacaron a los meros, que seguían prendidos de los anzuelos, y se cebaron en
ellos. Los marineros defendieron sus capturas con los remos, pero al final
tuvieron que renunciar a seguir pescando.
A
medida que nos acercamos a Brasil, las aguas se volvían más tranquilas. Los
delfines saltaban en torno al bergantín, cruzándose delante de la proa, y las
aves marinas nos seguían persistentemente, como hipnotizadas por la blancura de
las velas.
Sesenta
y tres días después de dejar Inglaterra, el Beagle ancló frente a la antigua y
hermosa ciudad de Bahía, envuelta en un exuberante verdor.
–¿Qué ruido es ese? –le
pregunté a Fitzroy, porque al barco llegaba una especie de zumbido.
–Son los insectos, dicen –me
contestó, displicente-. Si va a bajar, lleve una pistola.
Incapaz
de resistir la tentación, desembarqué en la playa. A medida que me acercaba a
la selva, el zumbido se hacía más intenso, pero disminuyó cuando me interné en
la espesura, y luego dejó de escucharse.
Tomado
del libro: “El viaje de la evolución” (El joven Darwin)
Autor: VicenteMuñoz Puelles.
Ilustrador: Federico
Delicado.
Editorial: ANAYA
ACTIVIDADES
1. La
narración empieza indicando la imposibilidad de entrar a una isla, ¿qué isla
era?, ¿por qué no se podía entrar?, ¿Te resulta familiar esta situación?
2. Busca
en un mapa las zonas de las que habla nuestro joven Darwin, dibújalas como si
fueras el cartógrafo/dibujante del barco Beagle.
3. Qué
crees que era ese zumbido, ¿para qué crees que Darwin debe llevar una pistola? Continua
la historia de este científico e investigador tan importante y envíalo por
correo postal, acompañado de un dibujo, con vuestro nombre, apellidos, curso,
colegio y nº teléfono a:
GRUPO LEO
Apartado 4042
03080 ALICANTE
Podrán ser publicados en nuestro blog.