miércoles, 22 de abril de 2020

Los libros del mes de abril: "El viaje de la evolución (El joven Darwin)"


Reseña:
Charles Darwin es ya un hombre mundialmente famoso y polémico por su teoría sobre la evolución de las especies cando, en 1865, decide escribir para sus hijos el relato del viaje que, con 23 años de edad, realizó alrededor del mundo a bordo del Beagle. Un viaje que cambiará su visión de la naturaleza y le hará comprender que todas las especies de plantas y animales están relacionadas y tienen un origen común.
Durante cinco años, Darwin recorrió lugares llenos de contrastes, como la selva tropical de Brasil y la cordillera de los Andes, la Tierra del Fuego, las islas Galápagos…
De vuelta a su país, con sus diarios de viaje y las colecciones de animales y plantas reunidas, dedicó más de veinte años al estudio y a la reflexión sobre los fenómenos naturales antes de decidirse a publicar Sobre el origen de las especies (1859).
Su teoría estremeció al mundo y arrojó nueva luz sobre el origen del hombre. Los 1250 ejemplares de la primera edición se vendieron el primer día. La batalla entre los creacionistas, partidarios de la inmutabilidad de las especies, y los evolucionistas no tardaron en estallar.

El autor:
Vicente Muñoz Puelles (Valencia, 1948) es un polifacético escrito español, autor de una abundante obra en el campo de la novela erótica e histórica y la narrativa infantil y juvenil. Formó parte del Consejo Valenciano de Cultura desde 1999 hasta 2018.
Está en posesión, además, de diversos premios de literatura infantil y juvenil, como el Premio Nacional Infantil y Juvenil (1999) por Óscar y el león de Correos (Anaya, 1998), el Premio de Álbum ilustrado Ciudad de Alicante con el libro Sombras de manos (Anaya, 2002), el Premio Alandar con La foto de Portobello (2004), el Premio Anaya de Literatura Infantil y Juvenil, con El arca y yo (2004) y el Premio Libreros de Asturias con La perrona (2006). En 2014 volvió a ganar el premio Anaya de Literatura Infantil y Juvenil, con La voz del árbol, que también ganó el Premio Fundación Cuatro Gatos de 2015.
Ha escrito numerosas novelas juveniles como El tigre de Tasmania (1988), La isla de las sombras perdidas (1998), ¡Polizón a bordo! (El secreto de Colón) (2005), La guerra de Amaya (2010), El joven Gulliver (2011), El regreso de Peter Pan (2011), El rayo azul (Marie Curie, descubridora del radio) (2014), La velocidad de la luz (El joven Einstein) (2015), El misterio del cisne (El joven Shakespeare) (2016), La amada inmortal (El joven Beethoven) (2017), El último manuscrito de Blasco Ibáñez (2017) y La isla de los libros andantes (2018).
Ha publicado antologías de cuentos juveniles como Cuentos y leyendas del mar (2013), Cuentos y leyendas de la tierra (2016) y Cuentos y leyendas de las matemáticas (2017).
Entre sus cuentos infantiles figuran La constelación del dragón (Generalitat Valenciana, 1987), Los sueños de Axel (Anaya, 1987), Óscar y el león de Correos (Anaya, 1998), Laura y el ratón (Anaya, 2000), Ricardo y el dinosaurio rojo (Anaya, 2003), El arca y yo (Anaya, 2004), La perrona (Anaya, 2006), Los animales de la ciudad (Algar, 2006), La rana Rony (Macmillan infantil y juvenil, 2007), Óscar y el río Amazonas (Anaya, 2009), La gata que aprendió a escribir (Anaya, 2012), La torre de Babel (Anaya, 2017) y Laura y el oso polar (Anaya, 2017).
Es autor de ediciones completas del Diario de a bordo, de Cristóbal Colón (Anaya, 1984), de los Naufragios y Comentarios, de Cabeza de Vaca (Anaya, 1992) y de Don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes (Anaya, 2005), así como de dos falsas autobiografías: Yo, Colón, descubridor del Paraíso Terrenal, Almirante de, Virrey y Gobernador de las Indias (Anaya, 1991) y Yo, Goya, primer pintor de la corte española, defensor de la libertad, grabador de sueños y caprichos (Anaya, 1992).

El ilustrador:
Federico Delicado Gallego nació en Badajoz en 1956. Atraído por el dibujo desde niño, se licenció en Bellas Artes en la Universidad Complutense de Madrid y comenzó a trabajar en el mundo de la ilustración en la década de los 70 en una modesta editorial, que producía material audiovisual.
Además de ilustrar libros infantiles, colabora en diferentes medios de prensa, como el diario El País o El Correo de Andalucía. Ha participado en numerosas exposiciones, tanto en España como fuera de ella, de las que destacamos la Muestra de Ilustradores (Feria del Libro Infantil de Bolonia), en 1990, la exposición colectiva El Texto Iluminado. Una mirada a la ilustración iberoamericana contemporánea (Biblioteca Nacional, Madrid, 2001, y Fundación Germán Sánchez Ruipérez, Salamanca, 2002) y Le imagini Della Fantasia, en la 20ª Mostra Internazionale D’illustrazione per L’infanzia (Sarmede, 2002).
Logró el Premio Emilia Pardo Bazán para literatura no sexista en 2002 y el segundo premio del Certamen Internacional de Álbum Infantil Ilustrado Ciudad de Alicante en 2005, con su libro El petirrojo.
Se confiesa un apasionado del arte oriental y de los colores de la tierra. Afirma que "dibujar es otra forma de lenguaje… Es como respirar, como hablar con los dedos, como pensar con los ojos".


EL BOSQUE TROPICAL

–¿Tierra a la vista! –oí gritar.
Pese al mareo, subí por la escotilla y me quedé mirando una montaña que surgía a lo lejos.
Era el Teide. Años antes, en Cambridge, la lectura de un libro del explorador alemán Alexander von Humboldt me había hecho soñar con visitar Tenerife. Ahora estaba a punto de conseguirlo. Pero cuando, una hora después, entramos en el Puerto de Santa Cruz, los ocupantes de una barcaza nos informaron de que una epidemia de cólera asolaba la isla. Fue una amarga desilusión. Subimos el ancla, que acabábamos de echar, y reanudamos la travesía. El pico del Teide, coronado de nieve, parecía más inaccesible a medida que nos alejábamos.
Al sur de las Canarias, el mar se calmó un poco, y pude empezar mi trabajo de campo. Me había fabricado con estameña una red de algo más de un metro, sujeta a un arco semicircular. La coloqué en la popa, y al remolcarla conseguí atrapar infinidad de peces minúsculos y otros organismos de vivos colores. Viéndolos brillar y consumirse en cubierta, me intrigó que hubiera tantas formas distintas y que existiese tanta belleza, sin propósito ni utilidad aparentes.
Echamos el ancla en Santiago, una de las islas de Cabo Verde, y por primera vez exploré una isla volcánica. Bajo un sol deslumbrante cantaban pájaros desconocidos, y nuevos insectos revoloteaban alrededor de flores nunca vistas.
Si ahora volviese a Santiago, cosa que no haré, encontraría sin vacilar un pequeño acantilado, coronado por una franja blanca de piedra caliza. Allí, incrustadas en la piedra, había miles de conchas marinas, como las que yacían en la playa.
Todo me hacía pensar en Lyell, y en su teoría de los cambios geológicos.
Aquella franja incrustada de conchas había formado parte, en tiempos muy remotos, del fondo del océano. En algún momento, la lava derretida del volcán se había deslizado hasta el fondo y lo había cubierto, dando mayor consistencia a las conchas. Finalmente, alguna fuerza había levantado el nivel de la costa, dejando las conchas petrificadas en lo alto del acantilado.
Sentí tal emoción al leer todo aquello en la pared de piedra, como en un libro, que pensé incluso en hacerme geólogo. Quién sabe cómo habría reaccionado mi padre al enterarse.
Zarpamos de Cabo Verde, donde habíamos permanecido tres semanas, y nos lanzamos a la inmensidad del mar. El Beagle parecía hecho para aquellas aguas, sobre las que se deslizaba como un albatros de alas gigantescas.
Cierta noche, estaba acodado en el borde, bajo el esplendoroso cielo tropical, cuando Fitzroy se me acercó.
–Me veo obligado a felicitarle -me dijo, ceremoniosamente.
–Gracias, capitán. Pero ¿por qué?
–He visto que usted ya no se mareal
Era cierto. Me había acostumbrado a tener un suelo movedizo bajo mis pies, o quizá, simplemente, estaba tan ocupado, ordenando e intentando clasificar las criaturas que caían en mis redes, que había dejado de pensar en el mareo.
Mi relación con Fitzroy pasaba por muchos altibajos. Seguía tratándome con la habitual cortesía, pero al fin y a la cabo era el capitán, y no podía hablarle con familiaridad, como a cualquier otra persona, sin que se irritase y me lo hiciera notar de algún modo. Solía encontrarse de peor humor a principio de la mañana, cuando inspeccionaba el barco. Con su ojo de águila era capaz de detectar la menor imperfección, y de inmediato descargaba su ira. A veces, su comportamiento parecía bordear la locura. En una ocasión, tropezó con un marinero y lo mandó azotar en cubierta.
Tampoco sus silencios eran fáciles de soportar. Con gesto taciturno, permanecía sumido en sus pensamientos durante horas. Para evitar roces, me acostumbré a pasar el día en el camarote de popa, donde había más sitio para mi trabajo, y hasta la hora de dormir no volvía al camarote que compartíamos.
(…) Por lo demás, todos me querían. Guardo un buen recuerdo, en particular de Augustus Earle, el dibujante de la expedición, y de uno de los criados, Simms Covington, a quien enseñé a cazar y a disecar pájaros, y que terminó convirtiéndose en mi ayudante.
Hicimos una breve escala en los islotes de San Pablo, un pequeño archipiélago que servía de refugio a numerosas aves, en su mayoría alcatraces y golondrinas de mar. Ambas especies estaban tan poco acostumbradas a los visitantes que ni siquiera se apartaban al vernos.
Mientras unos marineros las mataban a golpes de porra, para proveer nuestra despensa, otros se dedicaron a pescar meros desde un bote. Eran peces enormes que mordían el anzuelo tan pronto caía al agua. De pronto llegó una bandada de tiburones. Atacaron a los meros, que seguían prendidos de los anzuelos, y se cebaron en ellos. Los marineros defendieron sus capturas con los remos, pero al final tuvieron que renunciar a seguir pescando.
A medida que nos acercamos a Brasil, las aguas se volvían más tranquilas. Los delfines saltaban en torno al bergantín, cruzándose delante de la proa, y las aves marinas nos seguían persistentemente, como hipnotizadas por la blancura de las velas.
Sesenta y tres días después de dejar Inglaterra, el Beagle ancló frente a la antigua y hermosa ciudad de Bahía, envuelta en un exuberante verdor.
–¿Qué ruido es ese? –le pregunté a Fitzroy, porque al barco llegaba una especie de zumbido.
–Son los insectos, dicen –me contestó, displicente-. Si va a bajar, lleve una pistola.
Incapaz de resistir la tentación, desembarqué en la playa. A medida que me acercaba a la selva, el zumbido se hacía más intenso, pero disminuyó cuando me interné en la espesura, y luego dejó de escucharse.

Ilustrador: Federico Delicado.
Editorial: ANAYA


ACTIVIDADES
1.  La narración empieza indicando la imposibilidad de entrar a una isla, ¿qué isla era?, ¿por qué no se podía entrar?, ¿Te resulta familiar esta situación?
2.  Busca en un mapa las zonas de las que habla nuestro joven Darwin, dibújalas como si fueras el cartógrafo/dibujante del barco Beagle.
3.  Qué crees que era ese zumbido, ¿para qué crees que Darwin debe llevar una pistola? Continua la historia de este científico e investigador tan importante y envíalo por correo postal, acompañado de un dibujo, con vuestro nombre, apellidos, curso, colegio y nº teléfono a:
GRUPO LEO
Apartado 4042
03080 ALICANTE
Podrán ser publicados en nuestro blog.

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