¿Os
acordáis de Sandra? Es una niña de mi clase. Al principio no éramos muy amigos
porque ella hablaba poco y se reía mucho, y si a esto le sumamos que tiene la
cara salpicada de pecas y que cuando le da un ataque de alergia no para de estornudar,
pues es como una especie en peligro de extinción, es decir, rara. Pero las
cosas cambian, amiguitos. Cuando Luis se marchó del pueblo, yo me quedé un poco
solo, casi no me relacionaba con nadie de la clase. Hasta Carmen, la tutora, me
preguntó un día si me había comido la lengua el gato, porque yo soy de los
habladores y no decía ni mu.
—No
tengo gato, seño, lo que tengo es
perro, y se llama Seven, lo encontramos perdido en la carretera un día siete,
y...
—Vale,
vale, suficiente —dijo Carmen—, ya nos lo has contado muchas veces, y además he
comprobado que sigues teniendo lengua.
Yo, para demostrar que efectivamente la tenía, y
bien larga, la saqué lo más que pude, como si estuviera en el consultorio
médico y tuvieran que mirarme las anginas.
La
seño se mosqueó mucho porque pensó
que me burlaba de ella, pero en ningún momento fue mi intención, sólo quería
que supiera que mi lengua no se la había comido ningún gato ni perro ni ratón,
ni siquiera mi canario.
«¿Ya
estás con tus tonterías, Charli?, pues anda, siéntate un poquito ahí detrás,
con Sandra, a ver si te tranquilizas».
Sandra
se sienta al final de clase, y como es tan calladita la utilizan para los
castigos, quiero decir que a todos los habladores nos sientan con ella para que
aprendamos a cerrar la boca. Pero resulta que cuando llegué a su pupitre y me
dispuse a sentarme a su lado, le entró tal ataque de risa que hasta las pecas
le daban saltos, y claro, como la risa es contagiosa, yo no pude evitar reírme
también hasta ponerme como un tomate, porque me faltaba el aire. En resumen,
que Carmen nos castigó a los dos y nos mandó salir al pasillo. Y allí nació
nuestra amistad.
—Yo
sí que quiero que me cuentes la historia de tu perro —me dijo ella cuando
estábamos los dos solos en el pasillo.
—Si
ya la he contado muchas veces, tiene razón Carmen.
—Pero
me gusta oírla —añadió con un brillo especial en los ojos.
Total,
que le volví a contar toda la película de Seven, y Sandra me dijo que le
encantaría conocerlo. ¿No me estaría insinuando que quería venir a mi casa? Y
bien pensado, ¿qué tenía de malo que una compañera de clase quisiera venir a
casa?
Sí,
tuve ocasión de comprobar lo que tenía de malo cuando tocó el timbre de las
cinco de la tarde y los dos bajamos juntos a la calle. Allí estaba el abuelo
esperándome y me vio con ella, y ya os podéis imaginar el pitorreo durante todo
el camino de regreso al hogar.
—¿Quién
es esa chica de las manchitas? —me preguntó con guasa una vez que Sandra se
había ido con su madre.
—¿Manchitas?
Jo, abuelo, ni que fuera un dálmata, se llaman pecas.
—Bueno,
tú me entiendes, campeón —dijo dándome un codazo con un gesto de complicidad—,
¿es tu novia?
¡Y
qué manía tienen los mayores con las novias! Y especialmente los abuelos. ¡Si
él se hizo novia a los treinta años, cuando estaba a punto de jubilarse! ¿Cómo
voy a tener yo novia a los nueve?
—Que
no, abuelo, qué tontería, es una compañera de clase y se llama Sandra.
—¿Sandra?
Qué nombre más bonito —dijo él—, la verdad es que la niña es graciosita.
—¿Ah,
sí? ¿Es que te ha contado algún chiste? —le dije.
Mi
abuelo se rió a carcajadas, como si el que acabara de contarle un chiste
hubiese sido yo, y estuvo bromeando todo el rato hasta llegar a casa. Cuando
estábamos en la puerta y se despidió hasta el día siguiente me dijo:
—No
te preocupes, campeón, que te guardaré el secreto.
¡Pero
será cabezota! No sé si todos los abuelos serán iguales, pero cuando al mío se
le mete una cosa en la cabeza no hay quien se la saque. En resumen, que para mi
abuelo Sandra es mi novia, pero sólo para él, porque os aseguro que no es más
que una amiga. Una amiga a la que aprecio mucho, eso sí, y que me ha ayudado a
comprender que no hay que opinar sobre las personas sin conocerlas, que la
apariencia no es importante, y que lo que verdaderamente importa es lo que
llevan dentro, y no me refiero a las tripas,
los riñones o el hígado, sino a los sentimientos. Por ejemplo, el
director del banco donde trabaja papá va siempre muy bien vestido, huele a
colonia hasta en los zapatos, lleva una sonrisa permanentemente en los labios y
parece muy simpático, pero cuando hablas con él, ¡qué tonto es!
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