Se presentaba
la segunda noche en la nueva casa y Pablo no podía ocultar cierta inquietud que
a su madre no le pasó desapercibida. Abel había dejado encendidas varias
farolas del jardín para que la oscuridad que los rodeaba no fuera tan
tenebrosa, pero era evidente que el chaval no encontraba el mejor momento para
retirarse a su dormitorio. Fue Lucía la que le animó a que se metiera en la
cama y leyera un rato.
—Ya es hora,
hijo, cuanto más tarde te acuestes más te costará dormirte.
—Está bien,
me voy a la cama. ¿Tienes alguna lectura interesante para dejarme? —preguntó el
muchacho.
—Sabes que no
te puedo dejar nada; trabajo con manuscritos inéditos, y las obras que me
confían sus autores no pueden circular por otras manos que no sean las mías. Lo
siento, hijo.
—Eh, que no
pensaba plagiar a nadie, señora legal.
Lucía sonrió.
—¿Por qué no
coges algún clásico? Tienes varios en tu habitación.
—Sí, claro,
voy a por el Quijote ahora mismo, así seguro que me duermo en cuanto abra la
tapa.
—No seas
bobo, me refería a novelas juveniles: Robinson
Crusoe, La isla del tesoro o
cualquiera de las de Julio Verne.
—Mamá, ¿no te
parece que estás un poco anticuada?
—Pues lee lo
que quieras pero acuéstate ya, por favor.
Finalmente
Pablo no se decidió por ninguna novela, sino que tomó de una estantería un
álbum de cromos de fútbol que había completado hacía años, cuando se puso de
moda aquella colección y todos los chavales pedían como locos a sus padres que
les compraran sobres de estampas. Era el único álbum que tenía completo, y por
eso lo guardaba como una verdadera joya. Después había intentado seguir otras
colecciones pero siempre se había cansado antes de acabarlas. Se lo llevó a la
cama y comenzó a pasar las hojas del álbum y a leer los nombres de los
futbolistas con gran interés, y aquello resultó ser tan eficaz como contar
ovejas, porque a los pocos minutos se había quedado totalmente dormido, con
absoluta tranquilidad y sin recordar nada de lo que le había ocurrido la noche
anterior.
Un par de
horas más tarde, alrededor de la una de la madrugada, cuando todos dormían,
algo despertó a Pablo y le hizo dar un bote en la cama. Se quedó unos segundos
inmóvil, en silencio, un poco desorientado. Eran otra vez los malditos
lamentos; esos ladridos de dolor se volvían a escuchar nítidamente. Pablo
estuvo a punto de llamar a su madre, quería demostrarle que lo que le había
contado la noche anterior era cierto, y no producto de su imaginación, pero en
el último momento se avergonzó. Eran simples ladridos, tenía que acostumbrarse
a ellos si quería vivir en el campo. Pero no, él sabía que no eran simples
ladridos, eran algo más, una llamada, una súplica, un llanto constante. Se
levantó de la cama para asomarse por el ventanuco y no pudo evitar soltar un
grito de espanto.
—¡Papá, papá!
—llamo el chaval aterrorizado.
De inmediato
Abel y Lucía llegaron a su cuarto con el corazón a doscientos.
—¿Qué pasa
hijo? —preguntaron ambos.
—¡Una sombra,
una sombra enorme, como de un animal pero gigantesca, la he visto desde la
ventana, ahí, junto a los cipreses! —comentó el chaval con la voz entrecortada.
Por un
momento, Abel se acordó de aquellos símbolos funerarios que el señor Samper
había retirado de los pies de los cipreses a requerimiento suyo, y pensó si
tendrían algo que ver con lo que contaba su hijo, pero enseguida borró ese
pensamiento de la cabeza, no podía a sus años creer en chorradas. Tampoco quiso
comentar nada a Lucía sobre ese episodio.
—Hijo, sería
algún gato, los gatos se meten por cualquier agujero —lo tranquilizó su padre.
—Pero la
sombra era enorme, papá —prosiguió Pablo.
—Eso es por
efecto de la luz, quizás el reflejo de la farola encendida ha producido esa
sombra gigantesca que tú refieres —continuó Abel.
—¿Y los
ladridos? ¿Qué me dices de esos ladridos lastimeros?
Abel no
contestó nada porque él no había oído ningún ladrido, solo sabía lo que su
mujer le había comentado durante el desayuno sobre lo acontecido la noche
anterior, y también comenzó a preocuparse ante la posibilidad de que el chaval
volviera a los miedos de la infancia. Para que se tranquilizara decidió bajar
al jardín y echar un vistazo, Lucía le acompañó, y Pablo, como no quería
quedarse solo en la casa, también.
Revisaron
todos los rincones del jardín, allí no había absolutamente nada, y finalmente
concluyeron que debió ser un gato y la luz había agrandado su sombra. Volvieron
a sus habitaciones. Lucía preparó a su hijo una infusión de melisa y le animó a
que se la tomara, asegurándole que le ayudaría a relajarse y a conciliar de
nuevo el sueño. Después permaneció junto a él un buen rato, recostada a su
lado, y ya casi amaneciendo el chico se durmió.