Obra: Las alas de los ángeles
Autor: Ana Trenzano Cabezas
Premio especial a la mejor ilustración
Colegio Sagrada Familia - Esclavas del Sagrado Corazón - Alcoi
© Texto y dibujos: El Autor. Todos los derechos reservados
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Las alas de los ángeles
Brenda era una niña extremadamente espabilada para su edad; tan sólo tenía ocho años. Todos cuantos la rodeaban eran conocedores de esa gran imaginación que poseía.
No se asustaba fácilmente, pero había algo que a la pequeña le causaba auténtico terror. Cuando el cielo se cubría con un espeso manto gris, llenándose de nubes rojas y brillantes que descargaban constantemente su furia, con potentes y luminosos rayos, el miedo se apoderaba de ella. Era una extraña e inquietante sensación que se adentraba poco a poco en su cuerpo haciéndola temblar sin piedad.
Cada vez que se desencadenaba una tormenta, se refugiaba en el sótano de sus casa, junto a su fiel amigo, un diminuto y travieso gatito de suave pelaje atigrado llamado Anselmo. Desde que su tía Marta se lo regaló para su cumpleaños, se habían convertido en inseparables.
Aquella tarde Brenda y su pequeña mascota estaban especialmente contentos; tenían un nuevo compañero de juegos. Su prima Elena había salido precipitadamente de viaje dejando con ellos a Frodi, el hermano de Anselmo.
Los dos gatitos disfrutaban de lo lindo atrapando una blanca y vaporosa bola de algodón, que la niña tiraba una y otra vez a lo largo de la mullida atmósfera.
De pronto una destellante luz blanca atravesó los cristales y se reflejó en cada una de las paredes del salón, al mismo tiempo que un potente estruendo estallaba en sus oídos. ¡No cabía la menos duda! Una espectacular tormenta se aproximaba a gran velocidad.
El ruido que provenía del exterior se estaba volviendo insoportable. La tormenta azotaba las paredes de la manera más despiadada, emitiendo un silbido cruel. La lluvia bombardeaba el tejado de la casa con gruesas gotas, mientras el viento azotaba enfurecido las copas de los árboles.
Un intenso escalofrío recorrió el cuerpo de Brenda, que salió rápidamente del salón en dirección a su refugio, mientras abrazaba fuertemente contra su pecho a los dos gatitos.
¡Por fin había llegado al sótano! Aquel lugar le transmitía seguridad. Sobre el frío suelo de mármol se agrupaba infinidad de valiosos recuerdos.
Apoyado sobre un rincón, el viejo baúl del abuelo guardaba todos aquellos libros antiguos cuyas páginas estaban repletas de historias increíbles, todas ellas capaces de transportarnos a ese mundo mágico con el que todos hemos soñado alguna vez.
Entre sus agrietadas paredes el terrorífico ruido de los truenos era menos intenso, pero aun así la niña estaba realmente asustada. Se acurrucó en un rincón y se cubrió con una vieja y polvorienta manta. En la oscuridad tan sólo resplandecían las dilatadas pupilas de Anselmo y su hermano, que miraban insistentemente sin comprender qué ocurría.
El corazón de la pequeña latía con fuerza mientras en su interior se repetía una y otra vez una bella oración que le enseñó su abuela: "Virgencita, virgencita, aleja la tormenta de mi casita. ¡Que no haya más rayos! ¡Que no suenen más truenos! ¡Que vuelva a lucir el arco iris en este hermoso cielo!".
Por las mejillas de Brenda resbalaron dos gruesas y transparentes lágrimas, mientras su mascota se apresuraba a lamerlas con su redondeada y áspera lengua.
En aquel preciso instante una dulce y suave voz resonó entre las cuatro paredes del oscuro sótano.
- ¿Qué te causa tanto terror, pequeña? ¿Acaso desconoces que los relámpagos no son más que la luz que desprenden los ángeles al volar, y los truenos, el sonido que producen sus rápidos aleteos?
La niña miraba atónita el bello rostro de aquella mujer rodeada de un luminoso aro de luz que parecía haber salido de un cuento de hadas.
- ¿De verdad son los ángeles los encargados de fabricar las tormentas? -balbuceó tímidamente la pequeña.
- ¡Claro que sí! No has de temerlas nunca más. Aprende a disfrutar de ellas. Inventa juegos con sus sonidos y admira la belleza que produce la luz de cada uno de sus rayos al iluminar el cielo.
Unos persistentes mullidos resonaron con fuerza en los oídos de Brenda, obligándola a abrir los ojos.
¿ Cuánto tiempo había permanecido dormida bajo la vieja manta intentando protegerse de la infernal tormenta?
Pero... entonces, ¿la aparición de aquella bella mujer y sus hermosas palabras habían sido tan sólo un sueño?
Siempre le quedaría la duda, aunque lo que sí supo con certeza es que su enorme pánico a las tormentas desapareció para siempre.
Todo aquello que proviniese de algo maravilloso y mágico como las suaves alas de los ángeles no podía representar ningún peligro para ella.
Muchas veces el miedo es fruto de aquello que desconocemos. Si somos capaces de vencerlo habremos destruido los barrotes de nuestra propia imaginación.
© Ana Trenzano Cabezas
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