Reseña:
Abel es un
ratoncillo con mucha suerte: vive en un entorno civilizado y con todas las
comodidades, feliz con su querida Amanda. Un día, una enorme tormenta los
sorprende en pleno pícnic. Un viento huracanado se lo lleva y lo arrastra hasta
un sitio desconocido. Una isla remota. Un lugar gigante y lleno de peligros
donde deberá construir balsas, cruzar ríos, trepar árboles y buscar comida para
sobrevivir. Así descubre la corteza de abedul y los tallos de diente de león,
sus nuevas comidas favoritas.
Abel está
muy lejos del mundo que conoce, en un paraje hostil, donde debe apañárselas
solo, y únicamente sueña con regresar a casa con su Amanda. Pero este Robinson
Crusoe roedor pronto descubrirá los secretos maravillosos de la isla, y de la vida.
El autor:
William "Bill" Steig (Brooklyn, Nueva York; 14 de noviembre de 1907-Boston,3 de octubre de 2003) fue un caricaturista estadounidense, escultor y autor de literatura infantil. Hijo de inmigrantes judío-polacos de Austria. Cuando era niño, incursionó en la pintura y fue un ávido lector de literatura. Entre otros aspectos, se decía que había sido especialmente fascinado por Pinocho. Además de actividades artísticas, también le fue bien en el atletismo, al ser un miembro del equipo de Waterpolo del colegiado All-American.
En la década
de 1960, decidió probar suerte en otra actividad artística, y en 1968, escribió
su primera obra infantil. Es destacado en Estados Unidos por sus obras Sylvester
and the Magic Pebble (Sylvester y el guijarro mágico), Abel's Island (La isla
de Abel) y Doctor De Soto. Pero su obra más importante y conocida mundialmente
en la cultura popular es la de Shrek!, que inspiró a DreamWorks a crear la saga
homónima, cuya última entrega, Shrek Forever After, se lanzó en el 2010.
LA ISLA DE ABEL
A principios del mes de agosto de 1907, año primero de su matrimonio, Abel y Amanda fueron de excursión al bosque que había a poca distancia de la ciudad donde residían. El cielo estaba nublado, pero Abel no creyó que fuera a ser tan desconsiderado como para ponerse a llover cuando a él y a su bella esposa les apetecía salir de paseo.
Hicieron
una merienda muy agradable en el bosque sin sol, repartiéndose delicados
sándwiches de queso blando y berros, acompañados de huevos de codorniz cocidos,
cebollas, aceitunas y caviar negro. Brindaron el uno por el otro, y también por
todo lo demás, con un champán de color brillante puesto a refrescar en un cubo
de hielo. Luego jugaron una alegre partida de croquet, riéndose sin mucho
motivo, y siguieron riéndose mientras descansaban sobre una alfombra de musgo.
Cuando
aquel plan de broma empezó a aburrirles, Amanda se sentó a leer debajo de un
helecho y Abel se fue a dar una vuelta. Iba paseando por entre los árboles y
admirando el verdor cuando, al alzar la vista, vio un grupo de margaritas
apiñadas, que parecían estrellas gigantescas, y decidió cortar una para
regalarle a su esposa una bonita sombrilla.
Sonreía ya pensando en la gracia que le haría a Amanda lo que le iba a decir al sostenerla sobre su cabeza. Escogió una margarita perfecta y, utilizando el pañuelo para no manchare con la savia, cortó cuidadosamente el tallo con la navajita que llevaba.
Con la margarita al hombro, volvió derecho a donde estaba su esposa, muy complacido consigo mismo. De repente empezó a soplar un viento fuerte, y cayeron algunas gotas de lluvia, escurriéndose por donde podían entre el follaje. Costaba trabajo sujetar la flor.
Su
esposa estaba debajo del helecho, exactamente en el mismo sitio donde la había
dejado, enfrascada en las peripecias de su libro.
-¡Traigo una cosa para ti! -dijo Abel, levantando la punta del helecho.
Amanda
alzó la vista y le miró con los ojos muy abiertos y cara de asombro, como si,
inexplicablemente, una página impresa se hubiera transformado en su marido. Una
brusca ráfaga de aire arrancó la margarita de la pata de Abel.
-Está
lloviendo -observó Amanda.
-¡Ya
lo creo que sí! -dijo Abel indignado, en el mismo momento en que empezaba a
caer más fuerte; y mientras intentaba recoger sus cosas arreció aún más. Se
acurrucaron debajo de la chaqueta de Abel, él ofendido por la falta de
consideración del tiempo, ella preocupada, y los dos confiando en que
escamparía pronto. Pero no escampó. Cada vez llovía más fuerte.
Cansados
de esperar, y de preguntarse de dónde saldría toda aquella agua, decidieron
arriesgarse. Cubiertos con la chaqueta pusieron rumbo a casa, dejando allí las
cosas de la merienda, pero con el viento de cara casi no podían avanzar. Por
aquí y por allá estallaban truenos furiosos y relámpagos cegadores.
-¡Querida
-gritó Abel-, tenemos que refugiarnos en cualquier sitio, donde sea!
Dejaron
de marchar contra el viento y emprendieron una carrera alocada en la misma
dirección que él. Apretados el uno contra el otro, corrieron, o más bien se dejaron
arrastrar por el vendaval a través del bosque, hasta llegar frente a un peñasco
enorme que relucía bajo el martilleo incesante de la lluvia. Ya no podía el
viento empujarlos más allá.
El
refugio que buscaban estaba muy cerca.
-¡Suban!-
los llamaron unas voces-. ¡Suban aquí!
Abel
y Amanda alzaron la vista. A poca distancia por encima de ellos vieron la boca
de una cueva, por donde asomaban varias caras peludas. Treparon juntos hasta la
cueva, a donde llegaron muy aliviados y sin aliento.
La
cueva estaba llena de animales que habían tenido la suerte de encontrar aquel
asilo, y hablaban entre sí animadamente. Había varios ratones conocidos de Abel
y Amanda, y una familia de sapos que les habían presentado en un carnaval; de
los demás no conocían a nadie. En un rincón estaba apartada una comadreja,
rezando sus oraciones una y otra vez.
Abel
y Amanda recibieron la bienvenida de todos, y unos y otros se felicitaron. La
tormenta rugía como si se hubiera vuelto completamente loca. Los mojados
ocupantes de la cueva se apiñaban en la entrada abovedada, como actores que
hubieran representado ya sus papeles y pudieran ahora contemplar el resto de la
función entre bastidores. La tormenta se estaba convirtiendo en un verdadero
huracán vociferante. Árboles gigantescos se doblaban bajo las furiosas ráfagas,
las ramas se partían, retumbaban los truenos y los rayos zigzagueaban desatados
sobre el cielo oscuro y lleno de vapores.
Abel y Amanda estaban en la primera fila del grupo, fascinados por el temible espectáculo. Amanda asomaba la cabeza para ver cómo se venía abajo un roble, cuando de pronto el viento le arrancó el pañuelo de gasa que llevaba al cuello, y aquel pedazo de tejido vaporoso salió volando como un fantasma de la boca de la cueva. Abel se quedó horrorizado, como si fuera la propia Amanda lo que el viento le arrebataba violentamente.
Sin
pensarlo un instante, se arrojó al exterior. En vano trató Amanda de detenerle,
gritando: ¡Abelardo!. Siempre le llamaba por su nombre completo cuando le
parecía que estaba haciendo alguna tontería. Él no hizo caso y se escurrió por
la peña abajo.
El
pañuelo se había enganchado en una zarza y de allí lo rescató Abel, pero cuando
quiso volver a subir con su trofeo, el viento le tumbó y le revolcó por el
suelo como si fuera un vilano, con el pañuelo de su amada cogido en la pata.
Tomado de: La Isla de Abel
Autor: William Steig
Editorial: Blackie books
ACTIVIDADES
1.-
En plena tormenta Abel y Amanda se refugian con otros animales. ¿te recuerda
algo? ¿Puedes hacer una relación de animales que podrían haberse reunido?
2.-
¿Qué crees que le iba a ocurrir a Abel?
3.-
Escribe tú un breve relato que puedes acompañar con un dibujo y envíalo por
correo postal a:
GRUPO LEO
apartado 4042
03080 ALICANTE
o por mail a: grupoleoalicante@gmail.com
No
olvides poner tu nombre, apellidos, curso, colegio y número de teléfono. Serán
publicados en nuestro blog.
1 comentario:
Una historia que anima a recrearse en La lectura del libro.
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