Reseña:
La Selva prohibida nos narra las vivencias y
aventuras de Kabindji, un extranjero en su tribu y como ésto lo ha llevado a la
marginación y el desespero de quien cree ser y no es.
En un poblado de
guerreros bowassi situado en plena selva africana, el joven Kabindji vive
despreciado por todos. Cierto día, al morir su madre, descubre que su pasado
oculta un terrible secreto, que pertenece a un pueblo pigmeo.
En su deseo por
desvelar ese enigma, se adentra en compañía de una muchacha en un poblado
perdido del que se cuentan espeluznantes historias. No tardará en verse
enfrentado a misteriosas fuerzas mágicas tras las que laten el odio racial y la
ambición de poderosos personajes.
Edad recomendada: 10-12 años
El autor:
Heinz Delam, de origen hispanoalemán, nació
en Burdeos (Francia) de madre española y padre alemán. Repartió su infancia entre varios países: Francia, Alemania y España, los
cuales vivió hasta los siete años en Francia y luego en 1957 vivió en España
desde el 1957 hasta el 1962. A los doce años dio el salto definitivo que lo
convertiría en nómada, cuando se trasladó junto a su familia al recién
independizado Congo Belga (luego llamado Zaire y en la actualidad República Democrática
del Congo). Allí permaneció durante diez
largos años que cambiarían su visión del mundo y hasta su manera de enfocar la
vida; se contagió de los misterios y maravillas de la propia naturaleza y de
las historias narradas por los ancianos, casi siempre de noche y alrededor de
la hoguera, en alguna aldea remota y sin nombre.
Ha escrito una trilogía de historias
africanas, cuyos títulos («Linkundú», «La maldición del brujo-leopardo» y «La
selva prohibida») han sido publicados en la colección «PARALELO CERO».
LA SELVA
PROHIBIDA
Sentados sobre el
tronco de un viejo árbol caído, un reducido grupo de hombres conversaba en voz
baja en medio de la oscuridad. No portaban antorchas ni habían encendido fuego
alguno, por lo que el pigmento oscuro de sus pieles se fundía con las sombras
que poblaban el apartado rincón de la espesura que habían escogido para
reunirse. Hablaban en voz baja, casi susurrándose las palabras al oído.
–En
el fondo el chico pigmeo me produce lástima –dijo uno de ellos-. Creo que lo va
a pasar muy mal ahora que su madre adoptiva ha muerto. Quizá hubiera sido mejor
para él haber muerto con el resto de su tribu.
–Me
temo que poco podemos hacer por él –respondió otro-. Tenemos asuntos más
importantes que resolver. ¿Has visto de qué manera más insidiosa están
preparando al sucesor?
–Sí,
pero eso da igual. Al fin y al cabo, los que mueven los hilos siguen siendo los
mismos. Su poder crece y se vuelven más osados…
–Como
entonces. Tú deberías saberlo. Por algo estás en el consejo de ancianos.
–Estar
en el consejo no me sirve de mucho. No puedo enfrentarme a ellos yo solo.
Afortunadamente, creo que aún falta mucho para llegar a lo de entonces.
–Yo
no estaría tan seguro. Veo cada vez más síntomas de una vuelta a la situación
que nos llevó al desastre. La maldad de Nzeneneké no ha desaparecido de nuestra
comarca: sigue aquí. Puedo sentirla.
–Todos
podemos sentirla.
Bwanya y Kabindji se adentraron en la selva con gran
sigilo, pues aún podían ser descubiertos por algún trasnochador de oído fino.
Al dar los primeros pasos Kabindji había sentido con gran preocupación un leve
dolor en el muslo, recuerdo de su encuentro con el leopardo. Sin embargo,
descubrió aliviado que con la ayuda de su bastón podía mantener sin dificultad
el paso ligero de su compañera. La semioscuridad no suponía inconveniente
alguno para los dos jóvenes, que conocían los aledaños del poblado como la palma
de su mano y habrían podido moverse con facilidad incluso sin la ayuda del
suave resplandor de la luna.
A medida que aumentaba la distancia que les separaba
de la aldea, los latidos de sus corazones comenzaron a apaciguarse y su
respiración se hizo más pausada. Caminaban cada vez menos preocupados por no
hacer ruido. Sabían que ya nadie les oiría. Su única inquietud consistía en
dejar tras ellos el menor rastro posible, y siempre que podían abandonaban el
sendero a fin de evitar dejar huellas en el barro. Kabindji decidió que había
llegado el momento de desembarazarse de los enseres de su madre, una carga
pesada y molesta que entorpecía su avance. Aprovechando una cavidad natural que
había bajo un grueso tronco, introdujo allí el fardo y con la ayuda de Bwanya,
lo recubrió con tierra y ramas hasta dejarlo perfectamente disimulado.
Satisfechos con el resultado de su trabajo, reemprendieron la marcha con paso
mucho más ligero. Apenas habían recorrido unos cientos de metros cuando el oído
de Kabindji captó algo que le hizo detenerse en seco. Bwanya, que caminaba
justo detrás, tropezó con él.
–¿Qué
ocurre? -bisbiseó inquieta.
–Hay
alguien ahí delante –respondió el muchacho con un hilo de voz.
Ambos permanecieron inmóviles mientras la
vegetación se apartaba para dejar paso a una silueta enorme.
–¡Mutembo!
-exclamaron los jóvenes al unísono.
–Vaya,
vaya…-murmuró el guerrero sacudiendo la cabeza-. Parece que habéis decidido
marcharos del poblado.
…..
A los cinco días de haber abandonado el poblado de
los bowassi, la joven pareja llegó por fin a la extensa llanura en cuyo centro
se alzaba el descomunal peñasco de limonita. Al verlo, se detuvieron indecisos.
Sabían que se trataba del Libanga, la
gran roca roja que señalaba el fin del territorio bowassi. A lo lejos se
divisaba una hilera de estacas con cabezas humanas ensartadas en sus extremos:
macabras señales de aviso para cualquier incauto que intentara adentrarse en el
zamba ya ebembe, el bosque del
muerto.
La selva maldita.
La región que nadie en su sano juicio se atrevería a
profanar.
…..
–Estoy
convencido de que ese poblado en ruinas del que nos habló Mutembo existe. Esa
aldea fantasma situada en la zona prohibida tiene que ser por fuerza lo que
queda de mi antiguo hogar. Si mis antepasados vivían allí, no debería ser un
lugar tan malo…
–Tus
antepasados murieron -le recordó Bwanya.
–Porque
los bowassi los asesinaron. Y para llevar a cabo la matanza invadieron la selva
maldita. ¿Por qué se atrevieron entonces a cruzar esa frontera?
–Quizá
eran tan numerosos que se envalentonaron.
–Todo
eso parece demasiado misterioso, y es muy probable que las respuestas sigan
allí, en el lugar donde ocurrió todo. ¿No sientes curiosidad?
–Creo
que tienes razón -concedió Bwanya-. Es interesante. Y por muchos horrores que
nos aguarden a partir de ahora, siempre serán preferibles a caer en manos de
Likongá.
A pesar del tiempo transcurrido, aún se adivinaban
los restos de la terrible matanza. Descompuestos por el calor a devorados por
las alimañas, los cuerpos de los asesinados habían desaparecido, pero quedaban
indicios visibles del horror: siniestras manchas de color pardo sobre esteras y
otros objetos, profundos cortes de machete en la madrea de las chozas y cuencos
y vasijas de arcilla rotos y pisoteados. Sin embargo, no se veía ni rastro de
huesos o esqueletos y eso preocupaba a Kabindji. Las alimañas siempre dejan
huesos y restos.
…..
La claridad duró apenas un instante, más Kabindji
tuvo tiempo para distinguir el aspecto real de su presunto enemigo: un anciano
enjuto y encorvado. Cuando la oscuridad se hizo de nuevo, el joven escuchó una
voz cascada que susurraba:
–¿Eres tú el elegido?
Autor: Heinz DelamLagarde
Editorial: Bruño
ACTIVIDADES
1.- ¿Qué grupos humanos de África conoces?
2.- ¿Puedes investigar sobre alguno de sus
conflictos?
3.- Imagina que te adentras en un lugar prohibido…
Escribe un cuento o poema y envíalo por correo postal acompañado de un dibujo
con vuestro nombre, apellidos, curso, colegio y número de teléfono a:
GRUPO LEO
apartado 4042
03080 ALICANTE
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